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Opinión

Nacemos dos veces y lo ideal es no perder la vida más que una – Por Santiago Kovadloff

Agencia AJN.- Cumplí, días pasados, 75 años. Y voy a hablar de la muerte que anhelo. Lo haré no sin antes volver a agradecer los cumplidos recibidos en la fecha y los deseos sinceros de quienes aspiran a persuadirme de que lo mejor es cambiar de tema. Nada, aseguran, justifica en mi estado actual de salud que me empeñe en este asunto. No faltan, tampoco, los buenos amigos que recurren a una presunta objetividad para asegurarme que, en los días que corren, se han ampliado tanto las fronteras que, a mis años, se es mucho más joven que en el pasado y que, por lo tanto, la expectativa de vida es justificadamente mayor.

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santaigo kovadloff

Agencia AJN.- Y todo ello sin dejar de extender esa gratitud a quienes, al conocer mi edad, no dudan en jurar que no la aparento y, enfatizando su convicción, me recuerdan que son, sin sombra de duda, muchos los hombres de mi generación que desearían encontrarse, a los 75 años, tan bien como yo me encuentro. A todos, mil gracias.

Es cierto: estoy bien de salud. La alegría de vivir no me abandona. Disfruto del amor con una mujer que me conmueve. Mi vocación de escritor está intacta. Conozco el fervor de la amistad. Siempre quise tener por oficio la enseñanza y mi entusiasmo en su práctica no ha languidecido. Leo con avidez. Estudio, incluso, con más perseverancia que en el pasado. No sé vivir sin música. Su enigma y su hermosura me acompañan. La fortuna me ha bendecido con tres hijos artistas. Conozco la emoción de ser abuelo.

¿Entonces, qué? ¿Me doy acaso por cumplido y, saciado, quiero partir? ¿Ya lo tengo todo y nada me queda por ganar? ¿Se ha quedado sin futuro mi deseo? Nada de eso: obro y deseo con la intensidad de siempre. Lo que no quiero, lo que temo, justamente, es que la muerte se olvide de abrazarme cuando ya no pueda vivir como vivo. Con esta intensidad, con este deseo. Cuando de mí no quede sino un saldo, el rescoldo cada vez más frío de un fuego que se apagó. Y creo que, para que eso no suceda, lo mejor sería no abusar de los años. No jugar a la ruleta. No quiero ser mi deudo. No quiero dejarme cebar por la tentación de trescientos días más y luego otros trescientos y terminar perdiéndolo todo, extraviado en lo estéril. ¿Pero qué hacer para remediarlo si se renuncia, como en mi caso, al suicidio? Hay gente afortunada y gente en manos del infortunio. La primera es arrancada a sus pasiones sin haberlas perdido. En el goce de su intensidad. La segunda se sobrevive, integra la extensa caravana de los que se han excedido durando más años de los que lograron vivir. Inexisten; son pura permanencia. O nostalgia sin más de lo sido.

No hay arte del bien morir. Nadie puede, en esta materia, ser el artesano de su suerte. Tal como yo lo quiero, el arte del bien morir no es otra cosa que el ser arrebatado, tras un largo ejercicio, en el goce cabal de nuestras facultades; lejos de los tormentos que impone el deterioro del cuerpo y de la mente. El arte es construcción, es obra. Y, en este caso, no hay como llevarla a cabo. La iniciativa, si rehuimos el suicidio, no puede ser nuestra. Y si la muerte oportuna, tal como la entiendo, no llega cuando se la reclama, sólo cabe implorar que sobrevenga. Que el azar, en su arbitrariedad, nos privilegie. Que nuestra súplica llegue al domicilio de ese alguien que carece de residencia fija. O a los oídos de un sordo que sólo escucha los latidos de su impulso ciego.

Sé de qué hablo. «Fallecí» de ese modo anhelado el 6 de agosto de 2002. Yo dictaba una clase en casa: Molière en su Misántropo era el tema. El diálogo fluía en un grupo entusiasta. Dicen, los que entonces me vieron, que lo mío fue algo fulminante. Recuerdo un último momento antes del derrumbe: pregunté si ellos, los alumnos, oían como yo una melodía. Luego, cuentan, caí como una piedra. Cuando desperté, minutos más tarde, estaba en una silla de ruedas. Mi mano, inerte, en la mano de mi mujer. Bajábamos en un ascensor. Epilepsia, diagnosticaron. Semanas después, razonablemente repuesto, comprendí que había vivido la muerte ideal. No hubo transición en aquella tarde de agosto. No hubo dolor. Simplemente, estaba inmerso en lo que tanto quería y de pronto desaparecí.

No, no soy devoto de las cifras. Noventa, para mí, no es más que setenta, por mejor que se esté a los noventa. Noventa y setenta se podrían homologar si el júbilo diera sustento a las dos edades. Pero no nos engañemos. Es muy poco probable que sea así. Noventa, en este asunto, resulta fatalmente mucho menos que setenta.

Mi vida ha sido larga. Y larga porque abunda en logros y emociones. No hablo sólo de alegrías. Hablo de intensidades. De revelaciones que reflejaron miserias y riquezas. No me quiero residual. Ni me parece indispensable que una buena calidad de vida se asocie, con énfasis, al mayor número posible de años. El arte del bien morir no puede ser otro que el de morir estando bien. En plena vida. Sabiéndonos protagonistas de lo que nos pasa. Morir no después de haber vivido sino mientras vivimos. Porque la verdadera muerte se enmascara en ese después. En ese páramo donde la mejor inquietud ya se ha perdido.

Nacemos dos veces y lo ideal es no morir más que una. Nacemos, primeramente y como es obvio, paridos por nuestra madre. Y luego, si ese privilegio está a nuestro alcance, cuando nuevamente somos dados a luz pero ahora por nuestros proyectos. Y lo ideal es morir una vez sola sin que en nosotros expire el deseo que nos mueve, sino durante su despliegue, en plena floración. Sin presenciar, en nosotros mismos, la ruina de lo que nos importa. Sin vivir la humillación de ser nuestra propia ausencia.

Durar sin ser es la mayor amenaza que pesa sobre nuestras vidas. Durar habiendo dejado previamente de existir. Prefiero, entonces, irme sin arriesgarme a ser la pérdida de esos bienes. Sin consistir en uno que se ha perdido. Sin ser mi propia disolución.

Morir bien es morir a tiempo. No hay peor infierno que el de asistir a las exequias del propio deseo. Al funeral de nuestras pasiones. No hay castigo mayor que el de verse integrando su cortejo fúnebre. La muerte no es, por eso y para mí, lo que sigue a la vida. Sino lo que a diario nos acecha. Lo que nos esteriliza. Lo que encallece la piel. La ausencia de propósito, la apatía, el desapego a los seres cuyo trato nos constituye en personas. La muerte es vida seca, marchita. Ésa es la muerte que mata y no la que viene después. Por eso, imploremos: que la muerte nos sorprenda sedientos todavía, ejerciendo la alegría de crear. Que nos apague cuando aún estamos encendidos.

Fuente: La Nación

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The New York Times | El nuevo negacionismo de la violación

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Leo Correa/Associated Press

Agencia AJN.- (Por Bret Stephens – The New York Times -NYT-) «El 7 de octubre, Hamás invadió Israel y se filmó cometiendo decenas de atrocidades contra los derechos humanos. Algunas de las imágenes fueron capturadas más tarde por el ejército israelí y proyectadas a cientos de periodistas, entre los que estaba yo’’. El ‘‘sadismo puro y depredador», como lo describió el escritor de Atlantic Graeme Wood, no tiene fondo.

Sin embargo, Hamás niega que sus hombres agredieran sexualmente a israelíes y califica las acusaciones de «mentiras y calumnias contra los palestinos y su resistencia». Y los ‘‘aliados’’ de Hamás en Occidente, la mayoría de ellos autodenominados progresistas, repiten como loros ese negacionismo ante las pruebas contundentes y profundamente investigadas de violaciones generalizadas, documentadas más recientemente en un informe de Naciones Unidas publicado este lunes.

La pregunta interesante es, ¿por qué? ¿Por qué se niegan a creer que Hamás, que masacraba niños en sus camas, tomaba ancianas como rehenes e incineraba familias en sus casas, sea capaz de eso?

Llegaré a eso punto en breve, pero antes vale la pena analizar las formas que adopta este negacionismo. Un método consiste en reconocer, como decía un artículo reciente, que «es posible que se produjeran agresiones sexuales el 7 de octubre», pero nadie demostró realmente que formaran parte de un patrón organizado. Otro consiste en plantear dudas sobre diversos detalles de las historias para sugerir que si hay un solo error, o un testigo cuyo testimonio es incoherente, todo el relato debe ser también falso y deshonesto. Una tercera es tratar cualquier cosa que diga un israelí como intrínsecamente sospechosa.

Y, por último, está la cuestión de que apenas hay testigos de las agresiones. ¿Dónde están las mujeres supuestamente violadas? ¿Por qué no hablan?

La respuesta a esta última pregunta es la más sombría: En su inmensa mayoría, las mujeres que podrían haber hablado están muertas, por la sencilla razón de que cualquier israelí que se acercara lo suficiente a un terrorista como para ser violada estaba lo suficientemente cerca como para ser asesinada. En cuanto a la credibilidad de los testigos israelíes, ¿quién más, aparte de los primeros intervinientes que se encontraron con las víctimas de primera mano, debería ser entrevistado y citado por cualquiera que investigue esto? En los tribunales misóginos de Irán, el testimonio legal de una mujer vale la mitad que el de un hombre. En los rincones de la izquierda que odian a Israel, el valor de los testigos israelíes parece ser aún menor.

Pero son los dos primeros tipos de negacionismo los que en cierto modo resultan más chocantes, porque también son los más hipócritas.

¿No fueron los progresistas quienes, durante la saga de Brett Kavanaugh, subrayaron que las discrepancias ocasionales en la memoria de sucesos traumáticos son absolutamente normales? ¿Y desde cuándo los progresistas insisten en que la carga de la prueba para demostrar un patrón de agresión sexual recae en las víctimas, la mayoría de cuyas voces fueron, en este caso, silenciadas para siempre?

Que rápido pasa la extrema izquierda de «creer a las mujeres» a «creer a Hamás» cuando cambia la identidad de la víctima. Si, Dios no lo quiera, una banda de Proud Boys descendiera sobre Los Ángeles para llevar a cabo el tipo de atrocidades que Hamás llevó a cabo en las comunidades israelíes, estoy bastante seguro de que nadie en la izquierda dedicaría ningún tipo de energía a intentar descubrir quién fue violado, y mucho menos cómo o cuándo.

Es en este clima ideológico cuando nos llega el informe de la ONU. En cierto modo es un hito, aunque sólo sea porque la ONU nunca simpatiza con el Estado judío y fue escandalosamente lenta incluso en darse cuenta de las primeras pruebas de agresiones sexuales. Para cualquiera que mantenga una mente razonablemente abierta pero siga teniendo dudas, el informe señala, entre otros detalles, «al menos dos incidentes de violación de cadáveres de mujeres», «cuerpos encontrados desnudos y/o atados, y en un caso amordazados», e «información clara y convincente de que se produjeron actos de violencia sexual, incluidas violaciones, torturas sexualizadas y tratos crueles, inhumanos y degradantes contra algunas mujeres y niños» durante su estancia como rehenes».

Eso debería ser más que suficiente, pero no lo será. Un amplio y creciente rincón de Occidente se niega a aceptar que la guerra de Israel en Gaza sea una respuesta al mal, o que los israelíes puedan ser víctimas de algún modo. Perturba la narrativa de la guerra en Gaza como un caso de fuertes contra débiles, los colonos y colonialistas israelíes contra víctimas justas e indígenas.

Los críticos honestos de las políticas de Israel pueden plantear serias objeciones al mismo tiempo que reconocen con franqueza las horribles circunstancias que pusieron en marcha esas políticas. Lo que vemos en cambio son críticas deshonestas, que cuestionan deshonestamente esas circunstancias para poder apuntar a la existencia del propio Israel.

La gente seria debería saber en qué consistía la antigua versión del negacionismo antisemita: un flujo constante de minucias fácticas, inversiones lógicas, argumentos falsos presentados de manera sutil, retóricas destinadas a ofuscar y negar el mayor crimen de la historia. También deberían entender el objetivo: al negar las atrocidades del pasado, allanaron el camino para las siguientes. Los actuales negacionistas de las violaciones no son mejores que sus antepasados.

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Hamás construyó túneles bajo la casa de mi familia en Gaza. Ahora está en ruinas

Hamás se mueve por una postura ideológica originada en el concepto de aniquilar el Estado de Israel y sustituirlo por uno palestino islámico. En su empeño por hacerlo realidad, normalizó la violencia y la militarización en Gaza, eliminando las posibilidades de un Estado palestino, aunque la perspectiva de que lo hubiera parecía cada vez más lejana por los sucesivos gobiernos israelíes que se opusieron.

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Soldados salen el 7 de enero de 2024 de un túnel que Hamás habría utilizado el 7 de octubre para atacar Israel a través del paso fronterizo de Erez, en el norte de Gaza. Noam Galai-Getty Images

Agencia AJN.- (Por Jehad Al-Saftawi – TIME) Pasaron siete años desde que me escapé de mi asediada ciudad de Gaza y vine a Estados Unidos. El Día de Acción de Gracias, mi madre me envió una foto de un árbol caído de cuatro metros en el sur de la Franja, donde mi familia se refugió estas últimas semanas. Diez de mis familiares están de pie sobre la calle, rodeando el árbol, y uno de ellos está cortando sus ramas. Es imposible conseguir gas para cocinar y este árbol es ahora la leña que les permitirá preparar su próxima comida.

Desde los atroces ataques de Hamás a Israel del 7 de octubre -que dejaron unos 1.200 muertos, la mayor matanza masiva de judíos en un solo día desde el Holocausto-, los sistemas que abastecen de alimentos, agua y medicinas a Gaza están en urgente declive mientras Israel lleva a cabo su continuo bombardeo de la Franja como respuesta. Desde entonces murieron al menos 27.000 palestinos, miles de ellos al parecer combatientes de Hamás, y unos 1,7 millones de los 2,3 millones de habitantes de Gaza se vieron desplazados, junto con decenas de miles de israelíes por el continuo lanzamiento de cohetes de Hezbollah en el sur de Líbano. Gran parte de la Franja quedó reducida a escombros. Pero la sensación de desorden y emergencia que reina hoy en el enclave costero se remonta mucho más atrás en el tiempo.

Desde la violenta toma de Gaza de Hamás en 2007, las concurridas y hermosas calles que yo conocía están dominadas por el caos terrorista. Hamás se mueve por una postura ideológica originada en el concepto de aniquilar el Estado de Israel y sustituirlo por uno palestino islámico. En su empeño por hacerlo realidad, Hamás normalizó la violencia y la militarización en todos los aspectos de la vida pública y privada de la Franja. En el proceso, eliminaron las posibilidades de un Estado palestino próspero junto a Israel, aunque la perspectiva de que lo hubiera parecía cada vez más lejana en medio de sucesivos gobiernos israelíes que trabajaban en contra de ello.

Vivimos en departamento de la familia de mi padre Imad y ahorramos dinero durante casi 18 años hasta que pudimos construir nuestra propia casa en el norte de Gaza. La primera señal de que Hamás estaba construyendo túneles bajo nuestra casa llegó en julio de 2013, mientras se realizaba la construcción. El que pronto sería nuestro nuevo vecino, Um Yazid Salha, se contactó con mi madre Saadia para preguntarle por qué mi hermano Hamza y yo siempre veníamos a la obra después de medianoche.

La obra, de dos plantas, estaba rodeada por un muro y dos puertas. Pero nosotros estábamos todas las noches en el departamento de la familia de mi padre, donde se cierra la puerta con llave a las 10 de la noche. «Nadie entra ni sale después de las 10», le dijo mi madre a Um Yazid.

Al día siguiente fui a la obra con mi madre y Hamza. Tras mirar rápidamente, no encontramos nada raro. Pero cuando examinamos la obra con mayor atención, encontramos varias losas de hormigón abajo de la escalera interior, cada una de unos 2,5 metros de largo. También encontramos una zona con tierra recién removida a la derecha de nuestra casa y del muro que la rodeaba.

Mi hermano Hamza y yo cavamos en esa tierra mientras nuestra madre miraba. Pronto nos encontramos con una puerta de metal cerrada con un candado. No teníamos ni idea de lo que era ni de por qué estaba allí. Hamza y yo volvimos a cubrir rápidamente la zona con tierra y fuimos directamente a la casa de nuestro vecino.

Antes de nuestra visita, Um Yazid nos contó que algunas noches miraba por las ventanas de su edificio de cuatro plantas hacia el muro que rodeaba nuestra casa y veía la llegada de una camioneta. La gente salía del vehículo y colgaba una lona para ocultar lo que estaban haciendo. Um Yazid escuchaba ruidos de carga y descarga y sentía vibraciones de excavación procedentes del terreno vacío que había detrás de nuestra casa. Sospechaba que alguien estaba cavando un túnel.

Al día siguiente de inspeccionar la casa, Um Yazid llamó para decirnos que los hombres habían regresado por la noche. Mi madre no quería que fuera, pero me vestí y fui solo a la casa inacabada. Cuando llegué a la puerta de hierro de la casa, empecé a escuchar el movimiento de las personas que estaban adentro. Toqué la puerta y una persona enmascarada abrió y me pidió que retrocediera un poco. Luego la cerró y me preguntó quién era yo. Desafiante, le dije que era el dueño de la casa. «¿Quién es usted?», le pregunté.

Encontrarnos con hombres enmascarados es algo a lo que estamos acostumbrados en diferentes aspectos de la vida de Gaza. Discutimos. Le dije que mi tío, que era miembro de Hamás y fiscal en su gobierno, les impediría construir un túnel. El hombre de la máscara insistió en que seguirían como querían. Me dijo que no debía tener miedo y que sólo sería una pequeña habitación cerrada que permanecería enterrada bajo tierra. Nadie podría entrar ni salir. Además, me dijo que sólo en el caso de una invasión terrestre israelí en esta zona y el desplazamiento de los residentes se utilizarían estas habitaciones para suministrar armas.

«No queremos vivir encima de un depósito de armas», le dije, justo antes de que me obligara a retirarme.

Las obras continuaron y Um Yazid siguió informándonos de la actividad nocturna. Hamza y yo, que la visitábamos cada pocas semanas, siempre encontrábamos la misma puerta. Nunca estábamos seguros de lo que podíamos hacer o de lo que realmente ocurría detrás de ella. Nuestro tío nos aseguraba que no teníamos nada que temer.

En febrero de 2014 me casé y dejé la casa de mi familia. Ese mismo año, mi madre, Hamza, y mis dos hermanas pequeñas se mudaron a la casa recién terminada. Antes de que lo hicieran, Hamza y yo volvimos a cavar y esta vez no encontramos más que un metro de arena y luego una gran losa de cemento. La cubrimos, creyendo que por fin habían cerrado la «habitación» por insistencia de nuestro tío.

En los años transcurridos desde entonces, mi familia o sus vecinos escuchaban ruidos o movimientos de vez en cuando. A veces se preguntaban si realmente había túneles, si estaban activos. Mi familia tenía demasiado miedo para hablar de esto con alguien, así que era nuestro secreto. Era vergonzoso, aunque sabíamos que nos oponíamos profundamente a lo que Hamás hubiera hecho al otro lado de aquella losa de cemento.

Cuando algo no se dice durante tanto tiempo, empieza a parecer imposible que la verdad llegue a saberse. Siempre esperé que llegara un momento en el que a mi familia y a otras personas como nosotros se les permitiera hablar de esos túneles, de la peligrosa vida que Hamás impuso a los gazatíes. Ahora que estoy decidido a hablar abiertamente de ello, no sé si ni siquiera importa.

Mi familia fue evacuada al sur poco después del 7 de octubre. Meses después, recibimos fotos de nuestra casa y nuestro barrio, ambos en ruinas. Quizá nunca sepa si la casa fue destruida por los ataques israelíes o por los combates entre Hamás e Israel. Pero el resultado es el mismo. Nuestra casa, y demasiadas de nuestra comunidad, fueron arrasadas junto a una historia y unos recuerdos de valor incalculable.

Y este es el legado de Hamás. Empezaron a destruir la casa de mi familia en 2013 cuando construyeron túneles bajo ella. Siguieron amenazando nuestra seguridad durante una década: siempre supimos que podríamos tener que desalojarla en cualquier momento. Siempre temimos la violencia. Los gazatíes merecen un verdadero gobierno palestino que apoye los intereses de sus ciudadanos, no terroristas que lleven a cabo sus propios planes. Hamás no está luchando contra Israel. Están destruyendo Gaza.

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