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Polonia. Como la fiebre, por el rabino Daniel Goldman

Agencia AJN.- «La saga, tan cruel y silenciada durante muchos años, reafirma la denuncia de Gross: saber que la historia de una sociedad debe ser concebida como una biografía colectiva. Siempre cuando circula una gran mentira, del mismo modo se instala el miedo al descubrimiento (Gross, Vecinos, 2002, pag. 155). Quisiera creer que alguien ya le remarcó al gobierno polaco que las verdades no se borran por decreto.»

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como la fiebre

Agencia AJN.- Perdón, pero como la fiebre, son algunas líneas que me brotan de adentro. No tendrá un valor literario ni filosófico sofisticado. Es solo un testimonio de cosas rápidas y urgentes, que son menester decirlas ahora. Me podrán explicar los vericuetos jurídicos y los razonamientos legales argüidos por el gobierno polaco. Pero eso es faltar a la verdad y con argumentos demasiado superficiales. Resulta que ahora no se puede contar lo que pasó. Sin dudas, el mutismo alienta a los perpetradores a expandir su ideología.

Como muchos otros que rondan mi existencia, soy hijo de sobrevivientes de la Shoá. De padre y madre. Igual que Rudy y Fredy, que Diana, que Renata, que Roby y que mi querida Susi. No lo ando contando todo el tiempo por ahí, porque es algo tan íntimo como sentido. Cuando lo pienso, me atraviesa una suerte de dolor, de trauma y hasta de orgullo extraño. Aunque hablo por mí, sepan que la semblanza de ser hijo de sobrevivientes nos interpela. A tal punto que no hay jornada en la que algo no me remita a ese universo. Una frase, una plegaria, una lectura, una escena y a veces hasta una comida. ¿Quieren llamarlo obsesión? Como quieran. Esto me viene vaya a saber de dónde. Posiblemente de los gritos en las pesadillas habituales de mi viejo todas, todas las noches a las 2 am. Y mi vieja (pobre vieja), que venía a vernos a la piecita en la que dormíamos, para cerciorarse de que no nos hubiéramos asustado por el rugido. Los recuerdos nos reclaman de noche cuando los reprimimos durante el día. Ya lo dijo el terapeuta vienés perseguido por los nazis.

Pasé mi infancia sentado al costado de una mesa larga, en donde en cada Pesaj, en cada pascua judía, y en cada año nuevo, junto a los otros pibes, los hijos, escuchaba las historias. Para nosotros era natural, normal, usual, que cada año se agregara algún otro fragmento. Hoy puedo repetir con lujo de detalles todos los comentarios y revelaciones de cómo se enfrentaron, cómo se escondieron, cómo se escaparon, cómo se veían. Me doy cuenta de que el término “como” lo uso para una comparación que también me remite al presente de mitigar el hambre. Papá me contaba que cuando llegó a Buenos Aires, mi tía Regina –la mamá de Roberto y de Pablo Jacoby– lo llevó a “Las Cuartetas” y de “cómo” se asombraron cuando él se “comió” 3 grandes de muzzarella seguidas y sin parar. (Se cuenta que el rebe de Belz, uno de los mayores talmudistas, con un docto tono pronunció en un campo de concentración de Polonia la metáfora más profunda que jamás oí: “en este espacio, la costra de un pan mohoso es un lugar inmensamente mayor que todo el Mundo por Venir”).

Desde chico Jedwabne se cruzó en mi vida. La última fue hace una década, cuando llegó a mis manos la obra de Jan Gross, al que hacen referencia tanto el artículo de Pablovsky como el de Klein.

La curiosidad en la lectura me condujo a averiguar qué fue de esos jóvenes criminales.
Tomé los apellidos que cita Gross en su libro. Conseguí una guía telefónica de Jedwabne y encontré sus números. No fue algo lúdico. Fue un mandato de la conciencia. Resulta que –salvo que sean homónimos (y lo digo con ironía)– siguen viviendo en el mismo pueblo, como si no pasara nada.

La saga, tan cruel y silenciada durante muchos años, reafirma la denuncia de Gross: saber que la historia de una sociedad debe ser concebida como una biografía colectiva. Siempre cuando circula una gran mentira, del mismo modo se instala el miedo al descubrimiento (Gross, Vecinos, 2002, pag. 155). Quisiera creer que alguien ya le remarcó al gobierno polaco que las verdades no se borran por decreto.

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The New York Times | El nuevo negacionismo de la violación

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Leo Correa/Associated Press

Agencia AJN.- (Por Bret Stephens – The New York Times -NYT-) «El 7 de octubre, Hamás invadió Israel y se filmó cometiendo decenas de atrocidades contra los derechos humanos. Algunas de las imágenes fueron capturadas más tarde por el ejército israelí y proyectadas a cientos de periodistas, entre los que estaba yo’’. El ‘‘sadismo puro y depredador», como lo describió el escritor de Atlantic Graeme Wood, no tiene fondo.

Sin embargo, Hamás niega que sus hombres agredieran sexualmente a israelíes y califica las acusaciones de «mentiras y calumnias contra los palestinos y su resistencia». Y los ‘‘aliados’’ de Hamás en Occidente, la mayoría de ellos autodenominados progresistas, repiten como loros ese negacionismo ante las pruebas contundentes y profundamente investigadas de violaciones generalizadas, documentadas más recientemente en un informe de Naciones Unidas publicado este lunes.

La pregunta interesante es, ¿por qué? ¿Por qué se niegan a creer que Hamás, que masacraba niños en sus camas, tomaba ancianas como rehenes e incineraba familias en sus casas, sea capaz de eso?

Llegaré a eso punto en breve, pero antes vale la pena analizar las formas que adopta este negacionismo. Un método consiste en reconocer, como decía un artículo reciente, que «es posible que se produjeran agresiones sexuales el 7 de octubre», pero nadie demostró realmente que formaran parte de un patrón organizado. Otro consiste en plantear dudas sobre diversos detalles de las historias para sugerir que si hay un solo error, o un testigo cuyo testimonio es incoherente, todo el relato debe ser también falso y deshonesto. Una tercera es tratar cualquier cosa que diga un israelí como intrínsecamente sospechosa.

Y, por último, está la cuestión de que apenas hay testigos de las agresiones. ¿Dónde están las mujeres supuestamente violadas? ¿Por qué no hablan?

La respuesta a esta última pregunta es la más sombría: En su inmensa mayoría, las mujeres que podrían haber hablado están muertas, por la sencilla razón de que cualquier israelí que se acercara lo suficiente a un terrorista como para ser violada estaba lo suficientemente cerca como para ser asesinada. En cuanto a la credibilidad de los testigos israelíes, ¿quién más, aparte de los primeros intervinientes que se encontraron con las víctimas de primera mano, debería ser entrevistado y citado por cualquiera que investigue esto? En los tribunales misóginos de Irán, el testimonio legal de una mujer vale la mitad que el de un hombre. En los rincones de la izquierda que odian a Israel, el valor de los testigos israelíes parece ser aún menor.

Pero son los dos primeros tipos de negacionismo los que en cierto modo resultan más chocantes, porque también son los más hipócritas.

¿No fueron los progresistas quienes, durante la saga de Brett Kavanaugh, subrayaron que las discrepancias ocasionales en la memoria de sucesos traumáticos son absolutamente normales? ¿Y desde cuándo los progresistas insisten en que la carga de la prueba para demostrar un patrón de agresión sexual recae en las víctimas, la mayoría de cuyas voces fueron, en este caso, silenciadas para siempre?

Que rápido pasa la extrema izquierda de «creer a las mujeres» a «creer a Hamás» cuando cambia la identidad de la víctima. Si, Dios no lo quiera, una banda de Proud Boys descendiera sobre Los Ángeles para llevar a cabo el tipo de atrocidades que Hamás llevó a cabo en las comunidades israelíes, estoy bastante seguro de que nadie en la izquierda dedicaría ningún tipo de energía a intentar descubrir quién fue violado, y mucho menos cómo o cuándo.

Es en este clima ideológico cuando nos llega el informe de la ONU. En cierto modo es un hito, aunque sólo sea porque la ONU nunca simpatiza con el Estado judío y fue escandalosamente lenta incluso en darse cuenta de las primeras pruebas de agresiones sexuales. Para cualquiera que mantenga una mente razonablemente abierta pero siga teniendo dudas, el informe señala, entre otros detalles, «al menos dos incidentes de violación de cadáveres de mujeres», «cuerpos encontrados desnudos y/o atados, y en un caso amordazados», e «información clara y convincente de que se produjeron actos de violencia sexual, incluidas violaciones, torturas sexualizadas y tratos crueles, inhumanos y degradantes contra algunas mujeres y niños» durante su estancia como rehenes».

Eso debería ser más que suficiente, pero no lo será. Un amplio y creciente rincón de Occidente se niega a aceptar que la guerra de Israel en Gaza sea una respuesta al mal, o que los israelíes puedan ser víctimas de algún modo. Perturba la narrativa de la guerra en Gaza como un caso de fuertes contra débiles, los colonos y colonialistas israelíes contra víctimas justas e indígenas.

Los críticos honestos de las políticas de Israel pueden plantear serias objeciones al mismo tiempo que reconocen con franqueza las horribles circunstancias que pusieron en marcha esas políticas. Lo que vemos en cambio son críticas deshonestas, que cuestionan deshonestamente esas circunstancias para poder apuntar a la existencia del propio Israel.

La gente seria debería saber en qué consistía la antigua versión del negacionismo antisemita: un flujo constante de minucias fácticas, inversiones lógicas, argumentos falsos presentados de manera sutil, retóricas destinadas a ofuscar y negar el mayor crimen de la historia. También deberían entender el objetivo: al negar las atrocidades del pasado, allanaron el camino para las siguientes. Los actuales negacionistas de las violaciones no son mejores que sus antepasados.

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Opinión

Hamás construyó túneles bajo la casa de mi familia en Gaza. Ahora está en ruinas

Hamás se mueve por una postura ideológica originada en el concepto de aniquilar el Estado de Israel y sustituirlo por uno palestino islámico. En su empeño por hacerlo realidad, normalizó la violencia y la militarización en Gaza, eliminando las posibilidades de un Estado palestino, aunque la perspectiva de que lo hubiera parecía cada vez más lejana por los sucesivos gobiernos israelíes que se opusieron.

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Soldados salen el 7 de enero de 2024 de un túnel que Hamás habría utilizado el 7 de octubre para atacar Israel a través del paso fronterizo de Erez, en el norte de Gaza. Noam Galai-Getty Images

Agencia AJN.- (Por Jehad Al-Saftawi – TIME) Pasaron siete años desde que me escapé de mi asediada ciudad de Gaza y vine a Estados Unidos. El Día de Acción de Gracias, mi madre me envió una foto de un árbol caído de cuatro metros en el sur de la Franja, donde mi familia se refugió estas últimas semanas. Diez de mis familiares están de pie sobre la calle, rodeando el árbol, y uno de ellos está cortando sus ramas. Es imposible conseguir gas para cocinar y este árbol es ahora la leña que les permitirá preparar su próxima comida.

Desde los atroces ataques de Hamás a Israel del 7 de octubre -que dejaron unos 1.200 muertos, la mayor matanza masiva de judíos en un solo día desde el Holocausto-, los sistemas que abastecen de alimentos, agua y medicinas a Gaza están en urgente declive mientras Israel lleva a cabo su continuo bombardeo de la Franja como respuesta. Desde entonces murieron al menos 27.000 palestinos, miles de ellos al parecer combatientes de Hamás, y unos 1,7 millones de los 2,3 millones de habitantes de Gaza se vieron desplazados, junto con decenas de miles de israelíes por el continuo lanzamiento de cohetes de Hezbollah en el sur de Líbano. Gran parte de la Franja quedó reducida a escombros. Pero la sensación de desorden y emergencia que reina hoy en el enclave costero se remonta mucho más atrás en el tiempo.

Desde la violenta toma de Gaza de Hamás en 2007, las concurridas y hermosas calles que yo conocía están dominadas por el caos terrorista. Hamás se mueve por una postura ideológica originada en el concepto de aniquilar el Estado de Israel y sustituirlo por uno palestino islámico. En su empeño por hacerlo realidad, Hamás normalizó la violencia y la militarización en todos los aspectos de la vida pública y privada de la Franja. En el proceso, eliminaron las posibilidades de un Estado palestino próspero junto a Israel, aunque la perspectiva de que lo hubiera parecía cada vez más lejana en medio de sucesivos gobiernos israelíes que trabajaban en contra de ello.

Vivimos en departamento de la familia de mi padre Imad y ahorramos dinero durante casi 18 años hasta que pudimos construir nuestra propia casa en el norte de Gaza. La primera señal de que Hamás estaba construyendo túneles bajo nuestra casa llegó en julio de 2013, mientras se realizaba la construcción. El que pronto sería nuestro nuevo vecino, Um Yazid Salha, se contactó con mi madre Saadia para preguntarle por qué mi hermano Hamza y yo siempre veníamos a la obra después de medianoche.

La obra, de dos plantas, estaba rodeada por un muro y dos puertas. Pero nosotros estábamos todas las noches en el departamento de la familia de mi padre, donde se cierra la puerta con llave a las 10 de la noche. «Nadie entra ni sale después de las 10», le dijo mi madre a Um Yazid.

Al día siguiente fui a la obra con mi madre y Hamza. Tras mirar rápidamente, no encontramos nada raro. Pero cuando examinamos la obra con mayor atención, encontramos varias losas de hormigón abajo de la escalera interior, cada una de unos 2,5 metros de largo. También encontramos una zona con tierra recién removida a la derecha de nuestra casa y del muro que la rodeaba.

Mi hermano Hamza y yo cavamos en esa tierra mientras nuestra madre miraba. Pronto nos encontramos con una puerta de metal cerrada con un candado. No teníamos ni idea de lo que era ni de por qué estaba allí. Hamza y yo volvimos a cubrir rápidamente la zona con tierra y fuimos directamente a la casa de nuestro vecino.

Antes de nuestra visita, Um Yazid nos contó que algunas noches miraba por las ventanas de su edificio de cuatro plantas hacia el muro que rodeaba nuestra casa y veía la llegada de una camioneta. La gente salía del vehículo y colgaba una lona para ocultar lo que estaban haciendo. Um Yazid escuchaba ruidos de carga y descarga y sentía vibraciones de excavación procedentes del terreno vacío que había detrás de nuestra casa. Sospechaba que alguien estaba cavando un túnel.

Al día siguiente de inspeccionar la casa, Um Yazid llamó para decirnos que los hombres habían regresado por la noche. Mi madre no quería que fuera, pero me vestí y fui solo a la casa inacabada. Cuando llegué a la puerta de hierro de la casa, empecé a escuchar el movimiento de las personas que estaban adentro. Toqué la puerta y una persona enmascarada abrió y me pidió que retrocediera un poco. Luego la cerró y me preguntó quién era yo. Desafiante, le dije que era el dueño de la casa. «¿Quién es usted?», le pregunté.

Encontrarnos con hombres enmascarados es algo a lo que estamos acostumbrados en diferentes aspectos de la vida de Gaza. Discutimos. Le dije que mi tío, que era miembro de Hamás y fiscal en su gobierno, les impediría construir un túnel. El hombre de la máscara insistió en que seguirían como querían. Me dijo que no debía tener miedo y que sólo sería una pequeña habitación cerrada que permanecería enterrada bajo tierra. Nadie podría entrar ni salir. Además, me dijo que sólo en el caso de una invasión terrestre israelí en esta zona y el desplazamiento de los residentes se utilizarían estas habitaciones para suministrar armas.

«No queremos vivir encima de un depósito de armas», le dije, justo antes de que me obligara a retirarme.

Las obras continuaron y Um Yazid siguió informándonos de la actividad nocturna. Hamza y yo, que la visitábamos cada pocas semanas, siempre encontrábamos la misma puerta. Nunca estábamos seguros de lo que podíamos hacer o de lo que realmente ocurría detrás de ella. Nuestro tío nos aseguraba que no teníamos nada que temer.

En febrero de 2014 me casé y dejé la casa de mi familia. Ese mismo año, mi madre, Hamza, y mis dos hermanas pequeñas se mudaron a la casa recién terminada. Antes de que lo hicieran, Hamza y yo volvimos a cavar y esta vez no encontramos más que un metro de arena y luego una gran losa de cemento. La cubrimos, creyendo que por fin habían cerrado la «habitación» por insistencia de nuestro tío.

En los años transcurridos desde entonces, mi familia o sus vecinos escuchaban ruidos o movimientos de vez en cuando. A veces se preguntaban si realmente había túneles, si estaban activos. Mi familia tenía demasiado miedo para hablar de esto con alguien, así que era nuestro secreto. Era vergonzoso, aunque sabíamos que nos oponíamos profundamente a lo que Hamás hubiera hecho al otro lado de aquella losa de cemento.

Cuando algo no se dice durante tanto tiempo, empieza a parecer imposible que la verdad llegue a saberse. Siempre esperé que llegara un momento en el que a mi familia y a otras personas como nosotros se les permitiera hablar de esos túneles, de la peligrosa vida que Hamás impuso a los gazatíes. Ahora que estoy decidido a hablar abiertamente de ello, no sé si ni siquiera importa.

Mi familia fue evacuada al sur poco después del 7 de octubre. Meses después, recibimos fotos de nuestra casa y nuestro barrio, ambos en ruinas. Quizá nunca sepa si la casa fue destruida por los ataques israelíes o por los combates entre Hamás e Israel. Pero el resultado es el mismo. Nuestra casa, y demasiadas de nuestra comunidad, fueron arrasadas junto a una historia y unos recuerdos de valor incalculable.

Y este es el legado de Hamás. Empezaron a destruir la casa de mi familia en 2013 cuando construyeron túneles bajo ella. Siguieron amenazando nuestra seguridad durante una década: siempre supimos que podríamos tener que desalojarla en cualquier momento. Siempre temimos la violencia. Los gazatíes merecen un verdadero gobierno palestino que apoye los intereses de sus ciudadanos, no terroristas que lleven a cabo sus propios planes. Hamás no está luchando contra Israel. Están destruyendo Gaza.

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