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Henry Kissinger y la lección de la legitimidad

Admirador del sistema de balance de poder, promovió la búsqueda de la estabilidad a partir alcanzar marcos de entendimiento mínimo entre los Estados. Sus enseñanzas vuelven a tener relevancia en el mundo de hoy

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FILE PHOTO: Trump and Kissinger meet at the White House in Washington

Agencia AJN.- A punto de cumplir sus primeros cien años de vida, Henry Kissinger es objeto de un extendido homenaje. Pero dado que es imposible describir su vida y obra en una columna de opinión, acaso sea útil detenernos en un punto de su pensamiento estratégico que encierra una lección fundamental en el tiempo que vivimos.

Admirador del sistema de balance de poder, a lo largo de toda su carrera -tanto en la academia como en la diplomacia- Kissinger promovió la búsqueda de la estabilidad a través de un marco de legitimidad aceptable por parte de los actores centrales del sistema.

Un punto desplegado en A World Restored. The Politics of Conservatism in a Revolutionary Age (1954), en el que explicaría los problemas del orden europeo tras las convulsiones de la Revolución francesa y las guerras napoleónicas.

Un ensayo extraordinario sobre la centralidad de la legitimidad. Un concepto que no necesariamente es equiparable con “lo justo” sino con la capacidad de alcanzar un marco de entendimiento mínimo entre los Estados. En el que éstos acepten un conjunto de normas y reglas al punto de que ninguno de ellos esté tan insatisfecho como para verse tentado de iniciar un curso de acción tendiente a desafiar dichos cánones. Como ocurrió con Alemania después del Tratado de Versalles.

Al punto de que los arreglos de 1919 serían acaso los opuestos a los del Congreso de Viena de 1815. Cuando una Francia vencida y responsable de haber roto el orden europeo, fue admitida como gran potencia. Gracias al talento del que quizás haya sido el diplomático más admirado por Kissinger: K. Metternich.

Porque, como escribió Kissinger, si la estabilidad de Europa fue rescatada del caos, ello fue posible por la obra del ministro británico Castlereagh y su par austríaco. El que explicó magistralmente que los estadistas deben procurar reconciliar lo que es considerado justo con lo que es posible. En un mundo en el que mientras lo primero depende de la estructura doméstica de cada Estado, lo segundo surge de la relación de fuerzas derivadas de los recursos, la posición geográfica y la determinación de los distintos miembros de la comunidad internacional.

Napoleón Bonaperte

Napoleón Bonaparte.

Quienes aplicarían su talento político para advertir que más allá de sus deseos, para superar los traumas de la era revolucionaria y dotar al sistema de un marco de estabilidad era necesario alcanzar un balance de poder. El que surgiría de organizar un orden europeo en torno a cinco grandes potencias integradas por Gran Bretaña, Rusia, Austria, Prusia y una Francia dentro de sus fronteras naturales.

Después de Waterloo, la caída de Francia debía ser seguida por un nuevo equilibrio. Una realidad advertida por Metternich quien detectó que era Austria, con su posición geográfica eventualmente condenada a la devastación, la más interesada en su restauración. Era el suyo el Estado pivot sin cuya asistencia ninguna de las otras potencias podría alcanzar una victoria decisiva. Lo que lo obligaba al ejercicio de la más sofisticada diplomacia.

Un entendimiento al que Metternich había invitado infructuosamente al propio Napoleón. Al ofrecerle un esquema en el que Francia abandonara sus conquistas más allá del Rhin cesando en su política revolucionaria. Lo que hubiera implicado -en palabras de Kissinger- que Napoleón dejara de ser Napoleón. Acaso tal vez permitiendo salvarse de sí mismo.

Pero aquel genio no podía detenerse. Incapaz de entender el sentido de la proporción, y convencido de que su poder provenía de una serie incesante de campañas militares, no pudo conformarse -como advirtió Talleyrand- con ser rey de Francia. Entregándose a una carrera que lo llevaría de la república a la dictadura militar, de la dictadura militar a la monarquía universal y de la monarquía universal al desastre de Moscú.

Porque -como escribió Kissinger-, al estilo de una tragedia griega, las advertencias de los oráculos no siempre son suficientes para evitar el desastre. Toda vez que la salvación no reside en el conocimiento sino en la aceptación de la realidad. Al punto que Napoleón se convertiría en incompatible con la paz de Europa.

El Congreso de Viena estaría llamado a restaurar el equilibrio de poder. Porque la lógica de la guerra es el poder, mientras que la lógica de la paz es la proporción. Y mientras que el triunfo en la guerra es la victoria, el triunfo en la paz es la estabilidad. La que debía ser conservada a través de una fórmula de legitimidad que impidiera que uno de los actores del sistema se viera tentado de volver a desafiar el orden europeo.

Kissinger advirtió que todo entendimiento internacional aceptable implica algún grado de insatisfacción para las partes. Porque -paradójicamente- si una potencia estuviera plenamente satisfecha, todas las otras estarían totalmente insatisfechas y una situación revolucionaria sería acaso inexorable.

La estabilidad -para Kissinger- surgiría de un orden en el que sus miembros perciban que disponen de una seguridad relativamente aceptable. En la que si bien persisten reclamos e insatisfacciones parciales, es esencial la ausencia de quejas de tal magnitud que los conduzcan a buscar destruir el sistema en vez de enmendarlo.

Kissinger reconoció que el del Congreso de Viena era un esfuerzo por alcanzar la estabilidad y no la venganza. Lo que implicaba que Francia no debía ser despedazada sino llevada a la aceptación de sus límites. Su mérito se apoyaría en la consigna de evitar las insatisfacciones extremas que pudieran llevar a algún actor al punto de buscar derribar el acuerdo en vez de enmendarlo diplomáticamente. Un entendimiento que -en lo esencial- funcionaría durante casi cien años, dotando al sistema de un tiempo de paz y prosperidad relativas casi irrepetible.

Enseñanzas que vuelven a tener relevancia en el mundo de hoy. Cuando el tercer actor más importante del mundo entiende -con o sin razón- que el orden global surgido al final de la Guerra Fría contiene dosis de ilegitimidad inaceptables. Con el agravante de conducirla a adoptar una política revisionista. Al extremo de poner en entredicho el fundamento mismo del sistema de Estados soberanos basado en la inviolabilidad de las fronteras.

 

Artículo publicado por Mariano Caucino en Infobae.

Cultura

El mundo celebró el Día Internacional del Falafel

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Agencia AJN.- El mundo celebró el 12 de junio el Día Internacional del Falafel y los festejos se extendieron a todo el mes.

El falafel, que es usualmente asociado a la cocina israelí, consiste en croquetas de garbanzos fritas servidas en una pita o laffa, un pan chato. Entre los acompañamientos más populares se incluyen la ensalada israelí (pepinos y tomates con sal, pimienta y cebolla), humus (pasta de garbanzos), tahina (pasta de sésamo) y papas fritas.

El blogger e innovador norteamericano-israelí Ben Lang lanzó esta celebración en 2011 tras el éxito del Día Internacional del Humus. “Como esto tuvo tanto éxito pensé por qué no intentarlo otra vez y ver si tenemos algún impacto”, expresó a Arutz Sheva. Su objetivo fue que el mundo hablara de la comida israelí.

A continuación, compartimos una receta de este plato tan popular en Medio Oriente:

Falafel (5-8 porciones)

Ingredientes:

– 1 ½ taza de garbanzos secos
– ¼ taza de perejil picado
– ½ cebolla picada
– 3 dientes de ajo picados
– 2 cucharaditas de semillas de cilantro
– 1 cucharadita de semillas de alholva (puede reemplazarse por más cilantro o comino)
– 3 cucharaditas de semillas de comino
– 1 cucharadita de polvo de chile
– 3 cucharadas de harina de trigo + ¼ taza
– ¼ cucharadita de ácido cítrico o 2 cucharadas de jugo de limón
– Aceite para freír
– Sal a gusto

Pasos:

– Poner los garbanzos en un bowl mediano. Llenarlo con suficiente agua para cubrirlos y un centímetro más. Dejar remojar al menos ocho horas.
– Escurrir y procesar en una máquina. Allí mismo agregar el perejil, el ajo, la cebolla, 1 cucharada de sal y 2 cucharadas de harina.
– Continuar procesando hasta que la mezcla esté molida pero no pastosa. Una vez que tenga buena consistencia transferir a otro bowl.
– Medir las semillas y tostarlas en una pequeña sartén. Dejar enfriar y moler con un mortero.
– Agregar a la mezcla de la procesadora las semillas, el chili, el cilantro, el resto de la harina, sal a gusto y ácido cítrico. Mezclar y dejar reposar en la heladera una hora.
– Preparar una olla para freir con diez centímetros de aceite. Calentar.
– Preparar las bolas de falafel. Armar del tamaño de una nuez grande. Pasar por harina.
– Una vez que el aceite esté caliente poner algunos falafel en la olla y dejar lugar entre ellos. Cocinar por 4 minutos.
– Quitar y freír el resto. Servir con humus tibio o frio y pita.

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Aaron Lansky deja su cargo como presidente del centro que reúne 1,5 millones de libros en idish

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Agencia AJN.- Steven Spielberg ya había donado dinero al Centro del Libro Idish cuando preguntó si su fundador, Aaron Lansky, podría viajar a Los Ángeles y visitar su oficina.

El cineasta no suele reunirse con los beneficiarios de su filantropía, comentó Lansky recientemente, pero quería explicarles su apoyo a lo que ahora es la Biblioteca Digital Idish Steven Spielberg del YBC, una colección online de más de 12.000 títulos en idish.

“Tienes que entender que mi trabajo es contar historias”, recuerda Lansky que le dijo Spielberg. “La idea de que hay kilómetros de historias judías que aún no se han contado es simplemente irresistible para alguien como yo”.

Más de un visitante del campus del YBC en Amherst, Massachusetts, ha comparado las estanterías de libros en idish, rescatados de contenedores de basura, áticos y sótanos de lectores mayores, con el colosal almacén gubernamental que se ve en la escena final de “En busca del arca perdida”.

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Pero Spielberg también pareció comprender el motor de Lansky, quien se jubila este mes como presidente del centro. Lansky comenzó yendo puerta por puerta, pidiendo a los judíos mayores y a sus descendientes los libros que de otro modo habrían tirado.

El proyecto de rescate podría fácilmente haber quedado en un almacén de libros viejos, tesoros polvorientos que se pudren en la oscuridad, a los que ocasionalmente acceden académicos y aficionados.

En cambio, la colección de aproximadamente 1,5 millones de volúmenes es solo la base de una institución que ahora incluye clases de idish, becas académicas, un programa de formación para traductores, congresos académicos, una editorial de libros traducidos, un archivo de historia oral, un podcast y esa biblioteca digitalizada de libros idish, tanto clásicos como desconocidos.

“No se trata solo de coleccionar libros”, dijo Lansky, de 69 años, recordando que siempre tuvo una visión que iba más allá de almacenar libros sin leer. Es realmente toda una cultura, toda una civilización, toda una época histórica que necesita representación, que quiere contar su historia.

La decisión de Lansky de dejar su cargo es voluntaria (su sucesora es Susan Bronson, directora ejecutiva del centro durante los últimos 14 años) y gradual (anunció su jubilación hace 16 meses y permanecerá dos años más como asesor principal a tiempo parcial). Tiene muchas ganas de escribir, leer y reflexionar sobre el papel del idish en un mundo judío dominado por un Israel de habla hebrea y una Norteamérica de habla inglesa.

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