El último gran pogrom del siglo XX, para nuestro dolor como argentinos, acaeció el 18 de julio de 1994, con la destrucción de la AMIA. Fue un artero ataque contra una institución judeo-argentina que se dedica primordialmente a la educación y beneficencia. El siglo XXI ya tiene una nueva mácula en Latinoamérica, que da continuidad a la miseria humana que se halla definida en el término pogrom. La profanación de la sinagoga de Caracas. Es la lógica resultante del odio sembrado por un régimen que necesita de la satanización de otros para encubrir sus propias infamias.
En Venezuela, al igual que en otros múltiples países, fue instalado el conflicto del medio oriente para echar fuego en medio de las pasiones más que para buscar un aporte para la paz. Se justificó los diarios ataques con cohetes sobre Israel, fueron lamentadas las víctimas palestinas. Mientras los ataques a las escuelas judías en Israel como el atentado contra el instituto de formación rabínica Mercaz HaRav, en el que fueron asesinados a sangre fría jóvenes estudiantes, fue considerado como un legítimo acto de un pueblo que lucha por su tierra. Se computarizan las víctimas cual resultado deportivo, se emiten juicios con supina ignorancia y peor intención. La constitución de Hamas, en la que explícitamente se niega el derecho del pueblo judío a tener su patria en su solar histórico, al igual que las expresas declaraciones del presidente de Iran de borrar a Israel del mapa, no recibieron respuesta alguna.
Se sembró cizaña, es lógico que hoy se coseche el odio.
Lo acaecido en Venezuela, puede –Dios no lo permita- repetirse en cualquiera de aquellos países en los que el antisionismo es el nuevo camuflaje de la rancia fobia antijudía.
Hay un muy lamentable drama entre israelíes y palestinos. Ambos deben hallar la forma de encontrarse en un diálogo que conlleva a la paz. Son ellos los que deberán superar pasiones e historias. Sólo ellos que han regado con su sangre aquel suelo poseen el derecho de dirimir sus cuestiones. Los aportes de todos aquellos que desean contribuir a la pacificación de la región, deben poseer el equilibrio y la ecuanimidad indispensables para sosegar la ira, acallar las arengas que llaman a la venganza y a la muerte, condenar a los que sólo en el terror y la eliminación del otro sustentan su ideología. Deben fortificar a los luchadores por la paz en ambos pueblos para que la concordia florezca en aquella tierra.
Lamentablemente todo tipo de intereses espurios, mezclados con odios atávicos, inflaman los medios y las mentes azuzando pasiones para mantener el fuego de la destrucción y la discordia encendido.
La demanda de esta hora y de este drama, al igual que el de todas las conflagraciones, requiere del sentido común y amor por lo humano, que tanto escasea en nuestro mundo.
La Biblia Hebrea, que es también numen y base del Cristianismo y del Islam, le enseñó al pueblo judío a no perder la esperanza de retornar a Sión. Como se lee en el libro del profeta Ezequiel (11: 17): “Por lo tanto di: Así ha dicho el Señor, Dios: Los reuniré de entre los pueblos, y los recogeré de las tierras en las cuales estáis esparcidos, y les daré la tierra de Israel”. Estas palabras fueron hechas realidad por los desterrados de Sión a Babilonia, en los tiempos de Ciro. Pero, por otra parte, sirvieron como desafío y esperanza para el pueblo después de la destrucción de Jerusalem por las legiones romanas a las órdenes de Tito, en el 70 EC. Como bien lo concibió y enseñó Julián Marías (Israel, una resurrección, Ed. Columbia, 1968): “Yo creo que la fuerza del pueblo judío radica en su capacidad de desconsuelo. El no haberse consolado nunca de la dispersión y la destrucción del Templo, de la pérdida de Jerusalén, ha conservado su identidad, le ha permitido seguir siendo, durante casi dos milenios, el mismo; ha hecho que sea, siglo tras siglo, no sólo una fe, sino algo muy distinto: un pueblo”
Volver a Sión fue la esperanza que acompañó al pueblo judío en los largos dos mil años de su exilio. El estado de Israel no nació, tal como maliciosamente se pretende presentar en estos días, como consecuencia de la Shoa, estuvo en el rezo y en la acción del pueblo judío desde antaño. Pero, por otra parte, sí es una respuesta a la Shoa.
La otra gran esperanza que posee el pueblo judío, fundada en los escritos proféticos, es construir una realidad de paz con sus vecinos de la región, como se lee en la declaración de la independencia del estado: ‘Ofrecemos la paz y la amistad a todos los estados vecinos, y a sus pueblos, y los invitamos a cooperar con la nación judía independiente para el común beneficio de todos’; y en el texto de Isaías (19: 24-25): “En aquel día Israel será terceto con Egipto y con Asiria para bendición en el seno de la Tierra. Pues los bendecirá Dios, el Creador, diciendo: Bendito el pueblo mío Egipto y el asirio obra de mis manos e Israel mi heredad”. Y junto a todos los pueblos del mundo, comenzando por los vecinos palestinos, el de crear una realidad en la cual ‘han de trocarse sus espadas en hojas de arado y sus lanzas en hoces, no alzará más espada nación contra otra, ni se ejercitarán más para la guerra’ (Isaías 2: 4)
Este es el caro sueño que se halla en el corazón y la mente de la gran mayoría de los componentes del pueblo judío, que espera denodadamente a los sinceros socios para su pronta materialización.
*Rabino Abraham Skorka
Rabino de la Comunidad Benei Tikva
Ex-rector del Seminario Rabínico Latinoamericano ‘M. T. Meyer’